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Dolor y esperanza

El dolor que experimentamos tiene muchas raices, pero creo que la más honda es la ausencia de Dios. No dudo que Dios esté presente, pero en algunos momentos, cuando la angustia es mucha y la desesperación nubla mi vista, entonces dejo de percibirle. Olvido que el Espíritu mismo de Jesús vive en mi y las cosas se tornan grises.

Hay dolores distintos, que provienen de mi lejania de Dios o producto de la lejania de otros que lastiman nuestro corazón. También hay memorias de dolor. Otro dolor es producto de la compasión y la oración: cuando asumo el de mi prójimo, cuando permito que el dolor de mi vecino, padre, madre o amigo me afecte, y lo hago por amor. Sea como sea, el dolor me hace sensible, me lleva al quebranto y me invita a rendirme a Él.

El dolor ante los pies de la cruz me recuerda de la esperanza. Me permite ver que él también asumió nuestro dolor, el de muchos. Lo hizo por amor. Y por él tengo esperanza de que un día, esto del pecado y la ausencia ya no dolerá más...ni a mi, ni a mis padres, ni a mis amigos.

Para este mundo, el antídoto de nuestro dolor es la cercanía con Dios. Es conocerle, probarle, intimar y recibir su amor en relación profunda con él. Para quienes le conocemos, él nos ha elegido y ha decidido relacionarse con nosotros y amarnos por pura gracia. Y para los que no le conocen, pueden acercarse, él no les echa fuera. En Jesús tenemos todos, acceso a Dios como Padre.

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